PROPUESTAS
DE ACCIÓN PARA LA TRANSFORMACIÓN EDUCATIVA[*]
Manuel Pérez Rocha
1. Fomentar la escritura (además de la lectura).
La escritura es la
revolución cultural más importante en la historia de la humanidad. Sin la
escritura no existirían ni la ciencia ni la cultura ni la tecnología moderna.
Como ningún otro medio, la escritura permite concatenar ideas una tras otra,
generándose así textos, argumentaciones y discursos sólidos y coherentes, lo
cual hace posible un conocimiento integrado y profundo de los fenómenos y las
cosas. La escritura es una maravillosa y fecunda tecnología de la palabra, esto
se tiene presente. Pero no se valora el que la escritura es también una
“tecnología del pensamiento” e incluso una “tecnología de la conciencia”. Se
reconoce a la escritura como un medio valiosísimo y eficacísimo para almacenar
y transmitir información (en el espacio y en el tiempo), pero se olvida que
enriquece de manera considerable la reflexión y la introspección. La escritura
nos ayuda incluso a aclarar, entender y valorar nuestras propias experiencias,
emociones y sentimientos.
Walter Ong (Oralidad
y Escritura, FCE) lo explica con claridad: “Mediante la separación del
conocedor y lo conocido, la escritura posibilita una introspección cada vez más
articulada, lo cual abre la psique como nunca antes, no solo frente al mundo
objetivo externo (bastante distinto de ella misma), sino también ante el yo
interior, al cual se contrapone el mundo objetivo”. El “yo interior”, el “yo
consciente”, y su evolución a lo largo de la historia los conocemos gracias a
la escritura, en especial a través de la literatura y los textos filosóficos
humanistas, desde la Grecia clásica hasta nuestros días. Solamente con el
conocimiento de esas otras manifestaciones del “yo consciente”, las
generaciones anteriores han podido cumplir la sapientísima consigna: “conócete
a ti mismo”, y gracias a esta misma “tecnología del pensamiento y la
conciencia” estamos nosotros en posibilidad de atenderla; la escritura es pues
herramienta poderosa para la construcción de una identidad. Sin la escritura
sería imposible la civilización actual. Además de ser un valioso soporte para
conocernos a nosotros mismos, la escritura, en tanto medio de expresión, tiene
otros múltiples beneficios: nos permite ser más útiles, compartir con los demás
nuestras preocupaciones, nuestros sentimientos, nuestras emociones, así como
nuestros conocimientos e ideas, y ponerlos a prueba. La escritura es un medio
privilegiado de realización personal, pues en gran medida nos hacemos humanos
al expresar y hacer común con nuestros semejantes nuestra vida interior.
La escritura ha
tenido y seguirá teniendo efectos amplios no solo en la dimensión cultural de
la vida social e individual, también son indiscutibles sus enormes
implicaciones en los ámbitos económico y político. En este último, la práctica
regular de la escritura es apoyo importante de las élites dominantes y su
ausencia es decisiva en las condiciones de marginación y sumisión de amplios
sectores de la población, pues la escritura determina, enriquece y potencia las
formas de pensamiento y expresión, tanto escrita como oral, de quienes leen y
escriben sistemáticamente, y también regula, pero de manera subordinada,
equívoca e inconsciente, la de quienes no lo hacen.
(…) la globalizada preocupación por
desarrollar la “comprensión lectora” ha olvidado que lectura y escritura son
dos caras de una misma moneda, no se puede ser un buen lector si no se ha
tenido la experiencia de escribir (y viceversa). Por supuesto, examinar y
evaluar la capacidad de escritura implica que los estudiantes escriban y que
las comunidades escolares puedan leer, comentar y someter a crítica esos
escritos. Sin duda, esto va en contra de los controles masivos y centralizados,
implica confiar a las comunidades educativas la responsabilidad de auto
examinarse y auto evaluarse, implica construir un sistema educativo democrático
que eduque en la verdadera democracia a las nuevas generaciones.
En una sociedad
democrática, la alfabetización universal debe entenderse no simplemente como el
logro de la capacidad de leer y escribir de manera elemental, sino como la
incorporación de la lectura y la
escritura en la vida cotidiana de todos, como instrumento de trabajo y
como medio de enriquecimiento personal.
2. Hacer de la escuela un espacio de expresión (libre,
verbal, artística), no de silencio impuesto.
“Tenemos
todo el derecho de protestar, de hablar, de expresarnos como jóvenes pero, ¿Por
qué no lo hacemos? ¿Qué es lo que está pasando en el país? ¿Por qué no
hablamos? ¿Por qué nos da miedo expresar nuestros puntos de vista? Creo que es
tiempo de manifestar nuestra opinión y no permitir la corrupción. Instituyamos
una manera de pensar propia y más crítica.” Estas son las esperanzadoras
palabras escritas por un joven de quince años, estudiante de Cuetzalan (Puebla)
de origen indígena, como respuesta a la orden perentoria de una maestra que le
espetó “cállate”. El hecho lo relata la doctora Sandra Aguilera, especialista
en educación, en un artículo en el que pone en evidencia el significado
político del silencio y la importancia que tienen en la educación las
experiencias que se viven no solamente en el aula, sino en toda experiencia
cotidiana.
El
silencio es la norma número uno en la escuela tradicional dominante. Hablar en
clase o “en filas” es falta mayor que se castiga con puntos menos en el renglón
“conducta” de la libreta de “calificaciones”. Este silencio impuesto en la
escuela se proyecta simbiótico, como bien percibe el joven de Cuetzalan, en la
vida pública. Pero esta es una forma de represión que está a punto de explotar,
no solamente en el ámbito escolar, también en la política y en las relaciones
sociales. El pecado mayor cometido por los “indignados” de muchos países, de
expresarse pacíficamente, es castigado con represiones violentas que tendrán
consecuencias imprevisibles.
La
verdadera y urgente reforma educativa consiste en hacer de las escuelas
espacios de desarrollo de las capacidades de expresión oral, escrita,
argumentativa y artística.
Solo
de esta manera la educación escolar contribuirá a la formación de personas
cultas, activas, responsables. La pobre concepción de la educación como un
proceso pasivo de acumulación de información o conocimientos ha sido denunciada
por pensadores y educadores desde hace mucho tiempo, pero las autoridades
educativas (de la SEP y otras instituciones), ignorantes de las más elementales
críticas a esas concepciones, siguen haciendo todo para empobrecer la educación.
Con el argumento de que buscan mejorar la
calidad de la educación han impuesto la prueba ENLACE, “objetiva,
estandarizada, de aplicación masiva y controlada, precisa, conformada por
reactivos de opción múltiple, cada uno con una sola respuesta correcta”
(explicación oficial de las “características” de dicha prueba) la cual está
contribuyendo ya a un mayor deterioro de la educación. Una de las claves para
entender este desaguisado está en la
obsesión del “control masivo” (se aplica a más de veinte millones de educandos)
el cual por supuesto solamente puede lograrse con computadoras. Pero las
computadoras solamente pueden leer “bolitas”, de modo que los estudiantes se
ven obligados a “llenar bolitas”. Como es bien sabido, estas pruebas tienen la
“virtud” de reorientar todo el esfuerzo educativo a la obtención de buenos
resultados en ellas, de modo que hoy, maestros, directores e incluso padres de
familia, tienen como principal empeño que los niños y jóvenes aprendan a
“llenar bolitas” de manera correcta.
La prueba ENLACE no exige escribir una sola
palabra, mucho menos una oración, un párrafo o una página. Producto del
positivismo, el conductismo y la psicología experimental, estas pruebas están
constituidas por “reactivos” en vez de “preguntas”; lo que se pide al
estudiante no es que exprese algo personal (no se busca sondear a fondo, como
dice la etimología de la palabra pregunta), sino solamente que reaccione, con
un sí o un no, ante la provocación de un agente externo. En defensa de su
aberrante examen, los tecnócratas que los formularon dirán que para que la
respuesta sea acertada el estudiante deberá analizar el contenido de un o
varios textos que se le presentan. Bien, en el mejor de los casos, el
estudiante demostrará que ha alcanzado en determinado nivel de comprensión de
lo leído (conceptos y argumentación), pero ninguna posibilidad hay de que pueda
expresar algo que escape a la visión del “control total” que arrogante y
autoritariamente imponen los autores de la prueba a todos los estudiantes y
maestros del país.
Hablar, protestar, expresarse es un derecho
de los jóvenes, y de todos. Y es un derecho cuyo respeto están exigiendo hoy
jóvenes, trabajadores y pueblo en general en muchos países. La responsabilidad
de los sistemas educativos es contribuir para que estas expresiones sean importantes,
sólidas. Cualquier estudiante de primer semestre de pedagogía sabe que el
estudiante aprende fundamentalmente lo que hace.
3. Implantar la pedagogía de la pregunta y cultivar la
discusión (verbal y escrita) como principal método de conocimiento para superar
el predominio de la “lección”, la “clase”.
La prueba ENLACE implica que el estudiante
debe aprender a responder “con precisión” preguntas que otros han formulado,
desprecia la capacidad y necesidad que tienen los jóvenes de aprender a
expresar sus propias inquietudes e intereses en forma de preguntas propias.
Nuevamente, como resultado de su matriz positivista y autoritaria, la prueba
ENLACE comete el gravísimo error de hacer creer que para cada pregunta hay
solamente una respuesta correcta y esta es la que determinó la autoridad.
Internet no sólo nos
ayuda a responder en fracciones de segundo innumerables preguntas, hasta las
más intrascendentes, nos da información por encima de la que necesitamos o
solicitamos. La dificultad es seleccionar la que es relevante. Internet, sin
duda, es una poderosa herramienta para la educación, pero su aprovechamiento
implica tener preguntas y criterios para encontrar lo valioso. Además, como
bien se sabe, también ofrece innumerables espacios de enajenación y
deformación. Las niñas de hoy escriben “Barbie” y en menos de dos décimas de
segundo aparecen ¡¡¡ trescientos cincuenta y un millones de resultados!!! Con
imágenes y juegos que incitan en ellas, desde la más tierna edad, la vanidad,
la frivolidad, la bobería y el consumismo. Niños y niñas escriben “Friv” en la
barra de Google y aparecen ¡¡quinientos juegos mecánicos adictivos!! Que nada
enseñan, excepto a mover rápidamente los dedos y convertirse, transitoriamente
(espero), en autistas. Estos son sólo dos ejemplos.
Las respuestas a
cualquier pregunta, e instrumentos de
diversa especie (como juegos, ejercicios y experimentos), están hoy en día, en
fracciones de segundo, en la punta de los dedos, y millones de niños han incorporado
a sus hábitos diarios “conectarse a internet” (con la computadora o con otros
aparatos), lo hacen casi mecánicamente. ¿Se resuelve el problema educativo
regalando computadoras y “conectividad”? Las computadoras e internet nos dan
acceso a respuestas, las preguntas las tenemos que hacer nosotros. Hay muchas
clases de preguntas y la mejor educación que puede impartirse es la que motiva
a hacer preguntas y enseña a formularlas, valorarlas e investigar para
responderlas.
En rigor las escuelas
no deberían tener problema para suscitar
el afán de preguntar e inquirir pues parece ser este una cualidad innata en
todos los seres humanos. Si me atengo a mi experiencia inmediata, con mis hijos
y mis nietos, los seres humanos naturalmente preguntan, preguntan y preguntan,
insistentemente, impertinentemente, incansablemente. Aún antes de hablar, con
sus manos, sus ojos y su boca indagan sabores, texturas, formas. Así nacen
niños y niñas (después la escuela los cambia).
También los filósofos más importantes de todos los tiempos corroboran esta
especie de naturaleza de los seres humanos. Aristóteles decía que todos los
hombres de manera natural desean saber y que es a través de la curiosidad que
los hombres comienzan y en un principio empezaron a filosofar; “primero
curiosos ante perplejidades obvias y luego por progresión gradual, haciendo
preguntas ante las grandes materias”.
Pero en la escuela dominante actual está prohibido preguntar. Les está
prohibido a los estudiantes e incluso a los maestros; las preguntas las formulan las autoridades y sus
técnicos que redactan “reactivos”, y ahora ni siquiera las autoridades
nacionales, las determinan los banqueros y economistas de la OCDE a través de
sus cuestionarios estandarizados. Ahora, la única pregunta propia que hacen
muchos estudiantes se dirige al profesor: “maestro ¿eso va a venir en el
examen?”
Humanizar
la vida escolar, hacerla coincidir con “la naturaleza humana” –objetivo
esencial de la urgente reforma educativa
– implicaría hacer de la pregunta propia el punto de partida de todo
aprendizaje. Por tanto, la tarea de la escuela debería ser estimular la
pregunta, enseñar a hacer preguntas, preguntas importantes, preguntas
pertinentes, preguntas originales, preguntas atrevidas, preguntas provocadoras,
preguntas y más preguntas. Sobre esa base puede y debe enseñarse a responder
mediante la investigación, el estudio y la discusión, que adquieren sentido
cuando responden a una inquietud y un interés propio. Hace muchos años Paulo
Freire escribió un valioso libro titulado “Pedagogía de la Pregunta”, muchos
más años antes, más de dos mil años atrás, Sócrates hizo de la pregunta el
mecanismo generador del conocimiento y la educación. A lo largo de la historia
muchos pedagogos han continuado el pensamiento pedagógico socrático y elaborado
propuestas educativas que parten de la curiosidad innata de los niños y en ella
se apoyan para promover su desarrollo: Rousseau, Freinet, Claparede,
Pestalozzi, Froebel, Montessori… la lista es interminable. Hoy, la educación
escolar, sometida a un proceso de industrialización deshumanizante con las
pruebas estandarizadas, avanza en la dirección contraria.
Los
métodos propuestos por esos pedagogos crean las circunstancias necesarias para
que los educandos formulen preguntas, pero formular preguntas valiosas implica
tener información, cultura, conocer las preguntas trascendentes que durante
siglos otros se han hecho. A esto contribuyen las humanidades, la filosofía, la
historia, la literatura y las artes, y por supuesto también la ciencia. Por
esto es indispensable fortalecer estas disciplinas, en vez de disminuirlas como
está ocurriendo con las reformas impuestas por los gobiernos panistas
asesorados por la OCDE.
Ya he señalado en
este espacio que uno de los efectos perniciosos de las pruebas de opción
múltiple es que hacen creer que la educación es la acumulación de información
para responder preguntas formuladas por otros, cuando el principalísimo
objetivo de la educación debería ser enseñar a niños y jóvenes a formular
preguntas propias y generar condiciones para que los estudiantes desarrollen un
espíritu inquisitivo. Otro efecto pedagógico adverso: esas pruebas afirman que
toda pregunta tiene solamente una respuesta correcta, cuando esto ocurre sólo
en los casos de preguntas relativamente superficiales sobre hechos. Es
incuestionable pues que la aplicación de las pruebas de opción múltiple, y la
orientación de las actividades escolares para que los estudiantes las respondan
correctamente, se traducen en grave deterioro de la educación: empobrecimiento
de los “contenidos” y la destrucción del hábito y las habilidades críticas
(evidentemente esto es lo que conviene a Televisa).
La buena discusión
obliga a informarse, a escuchar, a analizar, a juzgar, a construir argumentos;
y por supuesto, para que sea productiva,
debe seguir un método y ante todo guiarse por el compromiso honesto de aprender,
y de tener el valor de reconocer la verdad cuando se le encuentra, tenga las
consecuencias que tenga, como decía Bertolt Brecht. Mediante una buena
discusión en el aula, los estudiantes también aprenden mucho de sus propios
compañeros.
4. Imponer como regla de comportamiento la cooperación y excluir
la competencia y la rivalidad.
La competencia entre
grupos o individuos siempre ha existido, obedece a múltiples causas y merece
diversos juicios, pero ahora no es sólo una forma de relación social entre
ciertos individuos, en determinados momentos o circunstancias, o peculiar de
una actividad o un sector de la sociedad, es la pauta imperante en la economía,
en la política, en el deporte, en la cultura, en las escuelas y en las
universidades. Hoy, ser “competitivo”, esto es, capaz de competir con éxito
venciendo a los rivales, es el ideal, la aspiración, el desiderátum universal;
como parte del pensamiento único global no se concibe otro tipo de relación
entre los seres humanos.
La escuela
tradicional, dominante, es el lugar en donde se inicia el adoctrinamiento en la
ideología de la competencia y la “competitividad” y uno de los espacios en los
que la competencia está más institucionalizada: concursos, torneos, rankings,
cuadros de honor, diplomas, medallas, “primeros lugares”, competencias deportivas,
competencias entre maestros para obtener premios y apoyos, etcétera. Ahora
también se impulsa la competencia entre escuelas para obtener recursos con los
cuales operar. No puede extrañar que la escuela sea un espacio de violencia
física, verbal o simbólica entre estudiantes
(es innecesario el término “bullying) pues además es común, de inicio,
una violencia institucionalizada, orgánica: rigidez reglamentaria irracional,
mecanismos de exclusión, autoritarismos, humillaciones, injusticias disfrazadas
de meritocracia, incluso violación a los
más elementales derechos humanos. Este
tipo de escuela no es pues la solución a la bárbara delincuencia que agobia al
país. Por el contrario, la imposición de políticas educativas y modelos de
educación autoritarios y plagados de injusticias será factor de agravamiento de
los problemas actuales. Es necesario apoyar la educación para ayudar a resolver
múltiples problemas sociales, entre ellos el de la violencia y la criminalidad,
pero esto implica necesariamente una reforma simultánea que haga de la escuela
un espacio de promoción de valores opuestos a la competencia y la
“competitividad”, de otra forma se estará echando más gasolina al fuego.
La reforma a la
escuela exige implantar como norma la cooperación, está probada su eficacia y
eficiencia. Desde el siglo pasado, múltiples experiencias basadas, por ejemplo, en las propuestas
pedagógicas de Francisco Ferrer Guardia, Célestin Freinet, John Dewey, Paulo
Freire y muchos otros (la bibliografía es amplísima), han mostrado que la
colaboración no sólo genera mejor aprendizaje, sino que también desarrolla
valores éticos, sociales y humanos en los estudiantes. Una experiencia probada,
muy eficaz y de alto valor pedagógico para todos - en dirección opuesta a la
competencia entre estudiantes - es la colaboración de los más avanzados con el
aprendizaje de los menos avanzados.
En primer lugar es
inaplazable remplazar las omnipresentes rivalidades y competencias en el ámbito
escolar e instaurar como principio de relación la cooperación. Ya hemos hecho
ver en este espacio que estudios empíricos cuidadosos han mostrado que la
competencia, así sea en juegos en apariencia inofensivos o incluso
pretendidamente “educativos”, genera actitudes agresivas; esto ocurre también,
y con mayor fuerza, con competencias cuyos resultados significan pérdida de un
bien, de imagen, prestigio, poder, o de
algún derecho.
Para niños y jóvenes,
el ambiente escolar es, con mucha frecuencia, agresivo. En el aula y en la
conducción de la escuela son constantes la irracionalidad, la arbitrariedad, el
autoritarismo; esta es violencia que genera violencia. Es inaplazable propiciar
el remplazo de estas formas de
sometimiento por el predominio de la razón, por el respeto a los derechos de
los demás, por una ética humanista.
Por otra parte, para
que la escuela sea eficaz en el combate a la violencia es indispensable que se
empeñe en una educación integral de los niños y los jóvenes, de modo que éstos
tengan bases para formarse un proyecto de vida. Eric Fromm ha hecho ver que
otra causa de las actitudes destructivas y agresivas es el “aburrimiento”,
entendiendo por esto la ausencia de un sentido de vida. Una capacitación
estrecha para competir por empleos, que no existen, solamente aumenta la
frustración, el desencanto con la vida y las conductas violentas que tanto
lamentamos.
5. Reconocer al error como vía del aprendizaje en vez de
castigarlo.
Otro efecto
pernicioso, anti educativo, de las pruebas de opción múltiple, es que exaltan
el aspecto negativo de los errores, sólo reconocen esta faceta, ignorando que el error es
ocasión de aprendizaje; la ciencia, dice Gastón Bachelard, es una serie de
errores corregidos. Esas pruebas incluso hacen del error causa de sentimiento
de culpa (por supuesto también este efecto es de interés para quienes se
benefician de una sociedad estratificada); las pruebas de opción múltiple, en
su búsqueda de “objetividad”, arrojan resultados puramente “cuantitativos”
(cantidad de aciertos), aun cuando los números no necesariamente significan “conocimiento
objetivo” y nada dicen de la naturaleza y las causas del error y por tanto no
abren el camino para su superación.
6. Poner en el centro de la motivación de los estudiantes
los valores de uso del conocimiento en vez de los valores de cambio.
Las motivaciones de los estudiantes para estudiar y aprender
no han merecido la atención debida; por esta razón, muchas reformas educativas
fracasan pues son los estudiantes quienes tienen que hacer el trabajo de
estudiar para aprender y, si no están motivados, todo intento de reforma
educativa fracasará. (Robert J. Samuelson)
Todas las teorías de
la psicología educativa, la pedagogía y demás ciencias de la educación
sostienen que los resultados de cualquier acción educativa dependen
determinantemente de la motivación del estudiante. Aún antes de que la ciencia
se ocupara de la educación, durante más de dos milenios, desde la filosofía
también se ha afirmado con argumentos
que la educación y el desarrollo del conocimiento, las habilidades y las
virtudes implican una fuerza interna del educando. Incluso, hoy, este principio
encuentra respaldo en los avances de las neurociencias.
Aun cuando se supone
que los estudiantes van a la escuela a estudiar, es necesario empezar por
establecer una distinción entre la motivación para ir a la escuela y la
motivación para estudiar. Por más que esto pareciera extraño así es. Con mucha
frecuencia, jóvenes y niños van a la escuela por razones distintas a la de
aprender, por ejemplo: obedecer a sus padres, no aburrirse, huir de la casa,
obtener un servicio médico o seguro de estudiante, dar satisfacción a sus
padres, encontrarse con amigos, presumir que se es universitario, adquirir una
“identidad”, no quedarse atrás (no ser menos) en relación con familiares y
amigos, disfrutar de actividades extraacadémicas que ofrecen la escuela o la universidad (deportivas,
culturales, sociales). Todas estas motivaciones, que en la vida real son
habituales, pueden darse sin que esté presente el deseo de aprender, ni
valoración alguna por el conocimiento y la cultura por lo cual podríamos
catalogarlas como motivaciones espurias.
Un aspecto del valor
de uso del conocimiento es el que se deriva de su poder para resolver problemas
y satisfacer necesidades, ya sea individuales o sociales. Saber curar una
enfermedad, tener conocimientos para diseñar un puente o una carretera, conocer
las leyes para poder defender una causa justa, disponer de las herramientas
conceptuales adecuadas para comprender un fenómeno social, son ejemplos del
valor de uso del conocimiento. Quien se fija como meta contribuir a la solución
de esos problemas o necesidades buscará los conocimientos necesarios y sabrá
aprovechar las oportunidades que para ello le ofrecen la escuela y la
universidad. De la solidez de su compromiso y empeño por contribuir a atender
esas necesidades dependerá la fortaleza de su motivación para constituirse en
un agente activo en el proceso educativo y permanecer en él trabajando con la
intensidad necesaria.
De manera creciente,
la solución de los problemas personales o familiares también requiere de
conocimientos y en ocasiones de conocimientos avanzados. La salud, la
organización de la vida cotidiana, la educación de los hijos, las relaciones
laborales, los problemas de la vida urbana, implican la aplicación de
conocimientos o por lo menos la capacidad de gestionar los apoyos
especializados necesarios.
Otro aspecto del
valor de uso del conocimiento es la posibilidad que en él encontramos para
desarrollarnos como personas, para encontrar el sentido de la vida y
respondernos a las preguntas básicas de nuestra existencia. Asimismo, el valor
de uso del conocimiento se deriva de la posibilidad que nos ofrece para
entender el mundo natural, el universo, la humanidad y su historia. La seriedad
con la que se asuman estos problemas determinará la fortaleza de la motivación
para estudiar con empeño y resultados.
7. Fomentar la motivación intrínseca en vez de la
extrínseca, y por tanto prohibir las “calificaciones”, los premios, los
castigos, los concursos y las distinciones (y las humillaciones)
A la buena educación
de nada le sirven los “papeles” (las “calificaciones”, los certificados y los
títulos). Las instituciones escolares las usan para atraer clientela y para
controlar la disciplina en su interior, pero su preeminencia debilita la
motivación intrínseca para estudiar y aniquila la ansiada “calidad” de la
educación. La pobre y poco confiable información que proporcionan los
certificados para permitir el ingreso a un curso escolar debe reemplazarse con
evaluaciones diagnósticas “ad hoc” al inicio de dichos cursos. Lo mismo debería
establecerse en todos los niveles del ámbito laboral, en el cual se
desperdician valiosas habilidades y conocimientos de personas que se han formado fuera de las aulas y que
carecen de “papeles”. Carol Sager publicó hace ya quince años un sistemático
estudio de los argumentos que esgrimen estudiantes, padres de familia, maestros
y empleadores para oponerse a la eliminación de las calificaciones escolares y
demuestra que se trata de un ejemplo paradigmático de injustificada resistencia
al cambio.
Pero lo que más nos
interesa no es el calificativo que merece cada una de las motivaciones, sino el
efecto que tienen en los resultados de la educación. Esas motivaciones espurias
son débiles, insuficientes para generar el esfuerzo que exige el estudio. En
los niveles básicos, la permanencia en la escuela se resuelve por la
obligatoriedad a que están sometidos los niños, su dependencia total de los
padres, y los mecanismos de premios y castigos, pero en los niveles superiores
del sistema escolar, la ausencia de otras motivaciones genera un creciente
abandono de los estudios.
Otra motivación
semejante a las anteriores es la de simplemente obtener un certificado de
estudios o un título universitario para fines distintos al de la aplicación de
conocimientos (como la ostentación o el arribismo), para lo cual se acepta que
deben cumplirse ciertos requisitos, incluso si es necesario obtener algunos
conocimientos. En estas circunstancias los conocimientos no son un fin, son un
trámite. Esta motivación igualmente espuria es propiciada intensamente por la
sociedad contemporánea, que atinadamente
se ha denominado sociedad credencialista. Estas motivaciones tienen una
fuerza variable, incierta, pero en cualquier caso, el conocimiento adquirido es
superficial y volátil.
Habría que excluir de
esta categorización - y reconocer su legitimidad - la motivación de adquirir
conocimientos con la finalidad de venderlos y ganar honestamente el sustento.
Esta última es también una motivación muy frecuente y no puede pues confundirse
con las motivaciones totalmente ajenas al proceso de aprendizaje, ni con la de
aceptar el aprendizaje como un costo para obtener una distinción. Aquí hay un interés real en
el aprendizaje, incluso en su solidez,
pues se asume que de ello depende la posibilidad de obtener el fin
deseado de venderlo.
Todas estas
motivaciones extrínsecas, originadas en el valor de cambio del conocimiento,
han sufrido el embate de cambios sociales importantes, entre ellos la creciente
descalificación del trabajo para la gran mayoría de la población, la pérdida de
estatus de los títulos universitarios y como señala Samuelson, la pérdida de
“autoridad” (más bien poder de mando) de maestros y padres de familia y la consecuente
ineficacia de los premios y los castigos.
Remontar esta
situación, incrementar la permanencia de los jóvenes en las escuelas y lograr
que esto se traduzca en aprendizajes reales, duraderos y sólidos implica
desarrollar otro tipo de motivaciones, motivaciones intrínsecas, sustentadas en
los valores de uso del conocimiento, que van desde la valoración del
conocimiento por su utilidad práctica (individual y social), hasta la valoración del conocimiento y la cultura
por su sentido trascendente.
Esto exige, en primer
lugar, establecer una clara distinción entre la función propiamente educativa y
cultural de las escuelas y las universidades, y la función que materializa el
valor de cambio de los mismos: la certificación y el otorgamiento de títulos. Estas
dos funciones se enmarañan en el aula, en las funciones docentes, en la visión
que de la educación tienen los estudiantes y la sociedad toda. Al entrar a un
nuevo curso, los estudiantes preguntan insistentemente ¿eso va a venir en el
examen? El primer gran reto del profesor (desde la primaria hasta el posgrado)
es remontar esta deformación valoral –que ellos no han originado– y lograr que los estudiantes se interesen en
los conocimientos.
Otorgar a los
maestros el papel de funcionarios públicos cuya firma tiene valor legal y
económico es pervertir la función docente, degradar la tarea educativa y
marginar el valor de uso del conocimiento
(…) la abundante
información arrojada por las investigaciones de los psicólogos, (…) muestra que
los estímulos externos, como los incentivos monetarios y otros, destruyen la
motivación intrínseca que es la clave del buen aprendizaje, de la ambicionada
calidad de la educación. La reforma
educativa no se puede reducir a medidas para mejorar la administración de
personal. El reconocimiento de que la reforma educativa es ante todo un
reto pedagógico debe traducirse, entre
otras cosas, en ver el “problema del magisterio” no como un asunto de
administración de recursos humanos, sino como la exigencia de crear las
condiciones necesarias para que los maestros se constituyan en comunidades de
enseñanza y aprendizaje que promueven su permanente desarrollo profesional.
El empeño de las
instituciones educativas debe ser que los estudiantes aprendan, no que “saquen
buenas calificaciones”. Una de las falacias de las instituciones educativas es
la identificación de “buenas calificaciones” con buena formación académica o
educación sólida. Es necesario reiterar que las “calificaciones” engañan desde
su nombre mismo pues un 8 o un 10 son una cuantificación, no una calificación.
Además, también hay que reiterarlo, la materia principal que se trabaja y
examina en la escuela, y que es objeto de las “calificaciones”, es el
conocimiento (en su sentido más amplio) y el conocimiento no es cuantificable a
menos que se reduzca a mera información. La conversión del conocimiento en
“puntos” (insubstancial unidad de medida de las “calificaciones”) implica
muchas arbitrariedades y en general hace abstracción de lo más importante:
habilidades complejas, actitudes, riqueza de criterios. Ante la obligación de
convertir las evaluaciones en un número, los profesores se ven orillados a
contar el número de cuartillas entregadas por el estudiante o el número de
respuestas correctas a un cuestionario, sin atender al significado del acierto
o el error de cada una de ellas.
Las mal llamadas
calificaciones (ya sea un número o una letra) sirven para clasificar a los
estudiantes, para facilitar y justificar
el otorgamiento de premios y castigos, pero carecen de utilidad pedagógica o
educativa. Entregar a los estudiantes un número como resultado de un examen los
deja desarmados, sin saber a ciencia cierta qué es lo que deben mejorar y cómo
hacerlo.
Los estudiantes de
las instituciones convencionales saben muy bien de qué se trata el juego, y lo
siguen. Hace unos días, escuché decir a un joven: “voy a inscribirme en esa
materia, no me interesa para nada, pero es fácil y así puedo subir mi
promedio”. Los “promedios” escolares son engaño al cuadrado pues todos sabemos
que “promediar” sirve precisamente para olvidarnos de las diferencias y de
otras muchas realidades incómodas. Las normas escolares hacen caso omiso de una
obviedad: un estudiante que cursa cinco materias puede obtener 8 de promedio
con cinco “ochos”; o con dos “seises”, un “ocho” y dos “dieces”, o con otras
muchas combinaciones. Si un estudiante de ingeniería tiene ocho de promedio,
pero con un seis en matemáticas y un seis en física (y si esos números
representan algo), ese estudiante “va muy mal” pues esas son dos materias
básicas, fundamentales, indispensables. Sumemos a esto el absurdo de sumar o
restar “puntos” por mal o buen comportamiento, por asistencia a clases, por
entregar tres cuartillas más, o por las simpatías del profesor hacia el
estudiante.
El asunto adquiere un
carácter más grave cuando a esas “calificaciones” de los estudiantes se les
asocian premios y castigos, o se condicionan a ellas las posibilidades de
sobrevivencia para los estudiantes (las becas). En estas circunstancias, la
simulación tiende a convertirse en franca corrupción e instrumento de control,
de discriminación y de la prevalencia de intereses ilegítimos. Las becas para
estudiantes deben verse como la justa y necesaria satisfacción de una necesidad,
no como premio o estímulo.
8. Eliminar la confusión injusta de logros con “méritos”
para propiciar la “equidad”
¿Es justo dar apoyo
preferente a alguien simplemente porque ha tenido más logros que otros? En las
universidades y en el sistema educativo en general esta es la regla y, no sin arrogancia, quienes en virtud de
ella están en la cúspide, proclaman que su aplicación constituye un justo
premio al “mérito”. Pero si eso fuera hacer justicia, en otros ámbitos lo justo
sería darle todo el apoyo posible a Carlos Slim, a Emilio Azcárraga y a Octavio Paz y negárselo al analfabeta
“viene viene” de la esquina o al campesino que con arduo trabajo sobrevive en
su parcela.
Si por “merecer”
entendemos ser tratado con justicia, decidir
a quién apoyar no es tarea simple ni fácil. No cabe confundir logro con
mérito. La justicia humana es extremadamente incierta, el concepto mismo de
justicia es motivo de complicados debates desde hace milenios (véanse los
enredos de John Rawls). En los sistemas educativos debe pues tenerse mucha
prudencia cuando se trata de reconocer “méritos” y “hacer justicia”. Quizá en
el imposible caso de que los destinatarios de un apoyo hubieran partido de
condiciones idénticas (incluyendo las biológicas) y trabajado en circunstancias
también idénticas pudieran equipararse logros y méritos. Es parte de la
ideología de “los de arriba” afirmar con simplismo e interés que los logros
dependen exclusivamente del esfuerzo y del “talento”. Falso, la actividad
humana y sus frutos son resultado de una compleja interrelación entre historia,
esfuerzo, capacidades, motivación, logros y circunstancias. La falsedad e
injusticia de la supuesta “meritocracia” fueron señaladas por quien acuñó este
término, Michael Young, padre de la paradigmática “Open University” británica.
Hacer justicia con
los apoyos que se dan en la educación exigiría la impracticable tarea de
adentrarse en la vida de cada estudiante y hacer comparaciones objetivas. La
aspiración no puede ser esa. Lo que sí debe hacerse es, en primer lugar, no
pretender legitimar numerosas decisiones discriminatorias con el argumento de
que se premian méritos y se hace justicia. Abiertamente debe reconocerse que
muchas decisiones se toman con alto grado de arbitrariedad y con elementos endebles. Por otra parte,
debe ponerse empeño y creatividad en el establecimiento de procedimientos
novedosos, generosos y lo menos injustos
posible. Experiencias las hay y muchas. Por ejemplo, las “acciones afirmativas”
aplicadas en muchas instituciones educativas y programas sociales, mediante las
cuáles se busca compensar, aunque sea parcialmente, las desventajas en las que
compiten los individuos pertenecientes a diversos sectores sociales y con
historias desiguales. Confundiendo logros con méritos el sistema educativo ha
generalizado el famoso “efecto Mateo”
denunciado por el sociólogo Robert Merton: “alque tiene más se le dará en
abundancia y al que tiene poco eso se le quitará”. Finalmente la salida está en
ir más allá de la anhelada justicia y actuar con generosidad conforme a principios
humanistas y democráticos.
Otro argumento que se
esgrime para dar apoyos preferentes a quienes han tenido mayores logros no
tiene que ver propiamente con la justicia, tal argumento es la eficiencia: se
afirma que quienes han tenido mayores logros garantizan mejores rendimientos
(así se justifican los “estímulos” a los adinerados capitalistas). Si se trata
de recursos privados, el otorgante puede olvidarse de la justicia y decidir en
función de sus criterios e intereses personales. Pero si los recursos son
públicos su asignación debe considerar criterios sociales: contrarrestar las
condiciones privilegiadas que, por lo menos en parte, explican las diferencias
de resultados, y atender el objetivo de disminuir la injusticia, la desigualdad
y la inequidad. Asunto distinto es la juiciosa consideración de la preparación
y las capacidades de las personas para la asignación de tareas, pues (por lo
menos en el ámbito público) éstas no han de concebirse como premio, ni
constituir ocasión de beneficio personal.
Un sistema de vida
fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo
(como señala nuestra Constitución), rinde socialmente muchos mejores dividendos
(incluso económicos) que el fortalecimiento de las élites. Pablo Latapí,
educador fallecido hace dos años, rechazaba el uso irreflexivo y obsesivo del
concepto de “excelencia” (que significa sobresalir) y citaba con frecuencia:
“no se trata de llegar primero sino de llegar todos y a tiempo”.
9. Fortalecer las humanidades, especialmente la literatura
por sus valores estéticos, éticos, históricos y sociales, no por su utilidad
instrumental, y la historia por la riqueza que aporta a todo conocimiento.
(…) los sistemas educativos tienen una obligación clara e indiscutible:
dar a toda la población una sólida formación
básica, humanística, científica y crítica que no solamente les sirva
para moverse en el incierto mundo del trabajo, y también para entender el
sistema y los procesos que lo determinan y ser capaces de convertirse en
sujetos conscientes de dichos procesos. Otra obligación es dejar de engañar a
los jóvenes con promesas de futuros empleos maravillosos si se inscriben en tal
o cual institución educativa. Aquí cabe releer la enérgica y emocionada
denuncia que hizo hace algunos años Viviane Forrester (El horror económico,
FCE).
Hay por lo menos dos
elementos de la reforma del bachillerato impulsada por la SEP que merecen una
urgente crítica: el enfoque de las “competencias” y la desaparición de las
disciplinas de humanidades y ciencias sociales. El enfoque de “competencias”
privilegia el “saber hacer” como fin único de la educación y suprime otro
objetivo esencial de esta tarea: enseñar a “saber ser”. No es necesario
especular acerca de las consecuencias que tiene este enfoque; congruentes con
él, sus promotores eliminan de los planes de estudio la filosofía e introducen
versiones aberrantes de las demás humanidades: la historia, las letras, las
artes (la música ni siquiera aparece). La filosofía desparece totalmente, los
ignorantes promotores de esta reforma afirman que se atiende “transversalmente”
en otras disciplinas. La literatura aparece dentro del área de comunicación
(¡¡¡¡¡) y la historia es una más de las ciencias sociales junto con la
administración.
Solo
una profunda ignorancia y una ideología ramplona pueden generar esas reformas:
la acusación de que los problemas sociales,
económicos y políticos obedecen a la incompetencia del pueblo trabajador
(por eso hay que hacerlos competentes y competitivos mediante las
“competencias”); los seres humanos concebidos solamente como productores, como
empleados o, si acaso, como ciudadanos bien portados para lograr la
tranquilidad social que requieren los negocios y el progreso; el
desconocimiento de que la historia no es una más de las “ciencias sociales”,
sino la ciencia por antonomasia tanto en el ámbito individual, como en el
social e incluso en el de la naturaleza; el desconocimiento de que la filosofía
no se reduce a la lógica sino que, con el resto de las humanidades, es el
espacio de reflexión y análisis en donde determinamos quiénes somos y a dónde
vamos; el desconocimiento de que las letras, la literatura, no son solamente un
medio de comunicación sino, con las demás humanidades, arsenal que nos provee
de valores estéticos, éticos, humanos, imprescindibles para seguir siendo
humanidad; el desconocimiento de que las artes son no solamente materia de
“apreciación” sino necesidad vital de expresión y enriquecimiento personal.
Las
humanidades contribuyen a dar sentido ético, estético, social, histórico y
personal a lo que somos y a lo que hacemos, alimentan la voluntad, el carácter,
la virtud y la sabiduría y de esta manera dan sustento y orientación al saber
hacer. A los funcionarios de la SEP no les interesó el debate con los
universitarios, o se dieron cuenta que no tenían tamaños para discutir. Para orientarse, dichos
funcionarios tienen a su asesor que es la OCDE, el nuevo “gran hermano” de la
educación mexicana dominado por economistas y banqueros metidos a educadores.
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